Manos que escriben ahora con sus manos

Manos que escriben ahora con sus manos

El 2001 fue un año complicado. El ataque a las Torres en Estados Unidos y el corralito en Argentina habí­an derrumbado a mi empresa de ilustración casi hasta los cimientos. La mitad de los artistas decidieron abrir sus propios estudios y yo me pregunté qué serí­a de mi vida.

Un año antes, en el comienzo del siglo, Liliana con 40 años habí­a conseguido que le publicaran el primer tomo de la saga que la llevarí­a al reconocimiento internacional: La saga de los confines. Supongo que ese año y el anterior ella descubrí­a un nuevo camino para siempre y la Argentina se nutrirí­a feliz de sus palabras con sabor a tradición oral, a cuento de abuela, relato de machi, secreto de matriarca.

Ella todaví­a no existí­a en mi mundo y sin embargo una pulsión similar me llevó a salir de a poco de mi trabajo como ilustrador en el exterior y me puso en el camino de la literatura fantástica, con una investigación sobre los seres que habitan nuestra tierra desde antes de que llegaran los conquistadores.

Mi primer libro, también de una saga, que saldrí­a publicado en 2002 parecí­a ser la antesala para un viaje que nos llevarí­a a conocernos pocos años después. Era un tiempo sin celulares, con pocas computadoras, casi sin Internet y millones de canales en la televisión. Leer era imprescindible, para el conocimiento y también para descubrir nuevos mundos, nuevas realidades, nuevas formas de pensamiento.

La Ciencia Ficción era poderosa y la Fantasí­a tení­a un lugar diminuto, apenas prestigiado por Tolkien y Ursula K. Le Guin en las librerí­as nacionales, y con suerte podí­a encontrarse algún capí­tulo de Mundodisco de Terry Pratchett en las librerí­as que traí­an lo que los colonizadores ya no querí­an leer.

Todaví­a era tiempo de librerí­as familiares, con dueños que conocí­an todo lo que habí­a en los anaqueles. Después de años de dar clases en mi empresa, cambié de espacio y me ubiqué definitivamente en la librerí­a de Los Garcí­a, La Normal, quizás la librerí­a más antigua del paí­s que mantiene sus puertas abiertas ininterrumpidamente y con la misma familia a su cargo.

Fueron ellos los que un dí­a del 2004 me trajeron los tres libros que habí­a publicado Editorial Norma y me dijeron: "Tenés que leer estos libros. Es de lo que te gusta escribir a vos."

Liliana Bodoc. No la conocí­a pero sí­, me sonaba pero ¿de dónde?

Dos años antes, habí­a ido a dar una charla en La Plata a un Smial (esos fabulosos reductos donde se juntan los lectores de Tolkien) y me habí­an dicho que hací­a poco habí­a estado hablando de Fantasy una mujer que habí­a sacado una saga. Liliana Bodoc. "Es súper humilde y sabe muchí­simo de Tolkien" me habí­a dicho Hojaplateada, un conocedor del mundo de los libros.

Por aquel entonces la vida me llevaba montado en la escritura de mis propios libros y el nombre habí­a quedado guardado en algún lugar del recuerdo. Y cuando leí­ Los dí­as del venado entendí­ todo.

Liliana habí­a logrado tomar la esencia del viaje del héroe, el recorrido de la saga anglosajona y lo habí­a convertido en un canto de nuestra tierra, con frases que por momentos parecí­an poesí­a, por momentos épica, por momentos relato sagrado.

Yo habí­a intentado hacer, sin saberlo, un recorrido semejante, aunque mi camino habí­a pasado por las pelí­culas de La Guerra de las Galaxias, y luego al hermoso libro del Héroe de las mil caras de Campbell. Hoy agradezco que sus libros no llegaran antes, porque uno no sabe cuándo el ego puede jugar una mala pasada y quizás jamás hubiera escrito profesionalmente.

Sentí­ que ella era enorme, que necesitaba conocerla, aprender de ella. Aunque parecí­a imposible, ella viviendo en Mendoza, tan lejos del centro del mundo que es Buenos Aires, y yo, en La Plata, igual de lejos aunque más cerca.

Pero las historias épicas no se cuentan con imposibles, como bien sabemos. Y como decí­a Lili: "Como no sabí­a que era imposible, fue y lo hizo".

Decidí­ que necesitaba aprender mucho, mucho sobre cómo escribir y gracias a unos amigos di con un taller que se daba en la Extensión Universitaria de la UBA, en la Cárcova. El taller lo dictaba una escritora que tampoco conocí­a, Graciela Repún, y que era también una eminencia pero en la escritura infantil y juvenil. A veces nos topamos con la gente correcta en el momento indicado y fue en ese espacio que una mañana conocí­ a Liliana, invitada especial para hablar de literatura fantástica.

Escucharla fue un deleite. Hablaba como en sus libros, con esa sencillez que hace que cada palabra tome un significado que no habí­as visto antes, como si tomara las frases, las acariciara y las lanzara al aire con la esperanza de que las descubriéramos de nuevo.

Almorzamos todos juntos bajo los árboles y le regalé mi saga. Hablamos de una manera que me sorprendió y que después le vi repetir año tras año con cada persona que se acercaba. Ella te escuchaba con toda la atención, te miraba directo a los ojos y te hací­a preguntas tan atentas y amorosas que te convencí­as que, en ese momento, lo que vos compartí­as con emoción a ella también la nutrí­a. Tení­a esos ojos de madre atenta, de abuela generosa, de mujer que ha detenido el tiempo para que sintieras que eras importante, único. Eso es algo que no puede fingirse, es una entrega que se siente desde el alma.

Pocos años después me encargarí­an el honor de ilustrar sus tapas para la edición de bolsillo de La saga de los confines (Norma Colombia), y ella harí­a la contratapa de mi siguiente saga, una que Editorial Norma pretendí­a que formara parte de una colección de libros que acompañaran a aquellos que Liliana habí­a escrito. Las situaciones de las editoriales argentinas nos llevaron como un viento, y ambos terminamos en editoriales diferentes.

Pero nació una amistad de esas que se cuentan con mates en talleres y charlas, mails entre trabajos, y encuentros en la Feria del libro.

Así­, poco a poco, supe que Liliana se habí­a casado joven, habí­a tenido dos hijos, habí­a terminado la secundaria con sus hijos y luego habí­a estudiado Letras, de grande. Supongo que cuando uno hace algo con decisión, con esa convicción que sale de las agallas, no hay forma de detenerlo. Y Lili tení­a eso, era una mujer de pasiones. Escribió siempre sobre algo que la enojaba o la enamoraba, que la movilizaba, que le parecí­a que podí­a ser injusto. Porque sus historias están llenas de esa gente que uno parece no ver en la calle, o los chicos a los que nadie presta atención. Sus historias son de aquellos descastados, de los que no tienen voz, de los silenciados. Una madre estudiando es alguien que presta atención a los demás de una forma que otros ni imaginan.

Por eso cada palabra en su literatura parece rescatada del olvido para ser enaltecida alrededor de una idea, intentando despertar una pasión, movilizar un recuerdo, acompañar en una decisión.

Las historias de Lili no son sólo fantásticas, ni juveniles, ni infantiles. Yo no podrí­a encasillar su literatura de esa manera y que un adulto se perdiera, por ejemplo, Amigos por el viento o que un libro como Sucedió en colores quede escondido en una repisa cuando puede desplegarse en una obra de teatro.

Liliana era tan generosa que casi no tení­a tiempo para ella. Siempre parecí­a estar haciendo para otros. Así­ un dí­a, en el I Encuentro Tolkien internacional, en Mendoza, nos encontramos Márgara Averbach y yo ante la sorpresa que la conferencia que todos esperábamos de ella, se referí­a a nuestra literatura, y nuestro posicionamiento polí­tico y social en nuestras novelas. Ahí­ estábamos, dos escritores que la amábamos, descubiertos en nuestras ideas con tanto cariño y respeto que redescubrimos nuestros textos. Pero aquella tarde recuerdo que pasó otra cosa fabulosa: Liliana habí­a descubierto algunas ideas sobre el resto de la saga que yo no le habí­a contado, y que ella explicó con el ojo de aquel que no lee en la superficie sino que desentraña lo más profundo de la expresión escrita.

Supongo que más acá o más allá de la conciencia, Liliana leí­a buscando el alma, la esencia, esa magia mí­tica que convierte a un autor en inmortal. Porque Lili le tení­a miedo a la muerte, y en el camino de dejar en el mundo la semilla de una idea, los hijos de papel y su alma en un libro, encontró la inmortalidad más allá de sus palabras impresas, los árboles que dan sombra o los hijos que llevan el legado. Su mano ahora escribe en mi mano, en la de sus alumnos, sus colegas, sus seguidores. Porque es imposible no sentir el susurro de sus palabras en cada idea, en cada página, en el camino que todaví­a transita con nuestros pies de prestado.