Hamaca paraguaya
por: Noelia Casais
El próximo sábado cumplo mis últimos trentáy. Ya es hora. Creo que merezco mi hamaca paraguaya.
Nunca fui una mina pedigí¼eña, mucho menos pretenciosa; pero una hamaca paraguaya implica varias cosas y hace falta estar lista para saber afrontarlas. Treinta y nueve años han sido suficiente.
Lo importante, tanto en el caso de la hamaca como de cualquier herramienta que tenga valor espiritual, es que venga como ofrenda, como regalo desde manos amorosas que comprendan la clase de aporte que hacen a la vida de quien lo reciba. Así es como, entonces, una tiene la oportunidad de decir "gracias" en voz alta y otorgar un fuerte abrazo.
La segunda cuestión de índole pragmática es que hay que tener donde atarla o engancharla, según el modelo; y en ese sentido es donde más me convenzo de cuánto la merezco porque imagínense, después de tanto tiempo deseando lo mismo… si habré tenido ideas en lugares diferentes. Recuerdo las palabras de una amiga muy querida que me conoce desde siempre y me decía: "Quedate tranquila, nosotros te vamos a ir a visitar a la plaza con mate, bizcochitos y agua caliente". Una masa.
Por otra parte, también está el asunto del diseño inteligente. Tiene que ser una hamaca, a mi entender, impermeable, elástica y resistente, liviana, fácil de guardar dentro de una mochila pero lo suficientemente amplia para albergar compañía. La trama resultaría fundamental.
Además está el aspecto ligado justamente a su condición de hamaca: la paraguaya oscila. Va y viene, va y viene. Y aunque parezca cosa de mandinga, ese movimiento aporta beneficios altamente terapéuticos para tratar la ansiedad y favorecer el pensamiento divergente de una mente hiperactiva. Su vaivén es inherente a los ciclos naturales. El cuerpo adyacente sobre el cuerpo libre sana y sabe.
íšltimamente, algunos diseñadores de vanguardia han innovado lo suficiente como para convertir la clásica hamaca en un sillón, según la forma de atarla. Y he visto casos más operativos de hamacas adosadas drones, capaces de trasladar al sostenido a control remoto.
Sin embargo, me interesa la clásica, como la que hay en San Vicente en casa de mi hermana, como la que había en Capilla, o en Bariloche, como la que tienen los papás de Fernanda; como la que improvisaban mis viejos cuando éramos todos chicos y sobre una frazada estirada yo me recostaba mientras la levantaban, uno de cada punta, y me cantaban "A la hamaquita de oro, donde se hamaca el loro. A la hamaquita de plata, donde se hamaca la… ¡ga-ta!". Lo que me interesa, más que nada, es recibir de regalo una hamaca así; pero no para la gata, para mí.